El agua que la ballena escupió por su espiráculo, me cayó en la cara. El ruido del soplido me fue despertando, y el ardor apareció lento pero punzante. Me había dormido al sol y me quemé más de la cuenta. Intenté abrir los ojos. Estaban pegados. Y entonces la vi.

 

Era inmensa. Solo una parte de su cuerpo emergía del mar, pero bastó para que volviera a sentir esa enorme y conocida sensación de pequeñez. Qué pequeños somos ante una ballena, ante el océano, ante la vida misma. Me acordé de mi primera bicicleta. Era un rodado para adultos. No llegaba a los pedales, pero igual adoraba intentar andar en ella y caerme una y otra vez. Aunque me sangraran los codos, seguía intentando. Como diría Francella en aquel filme que nadie pidió que me marcara: “No se puede cambiar de pasión”.

 

Volví a abrir los ojos. No había ballena, ni agua, ni sal. Solo el silencio abrumador de mi oficina. La pantalla en modo ahorro de energía. El calor del verano pegándome como si el sol se hubiera metido por la rendija de la ventana y me estuviera apuntando en exclusiva. El sabor salado de mi transpiración en la boca, la sed espesa. El aire acondicionado apagado o muerto. Yo también, un poco.

 

¿Por qué nadie quiere que llegue el gran colapso y yo sí? ¿Cuándo va a estallar todo de una vez? ¿Cuándo nos vamos a liberar de este sistema opresivo de mierda, de esta cárcel que nos impusimos? Pensé en la cafetera. Cuando de ahí salga sangre y las computadoras sean unos fuckin pisapapeles, quizás ahí.

 

La tierra amarilla. El sol, absolutamente quemado. Mis ojos llenos de polvo por la explosión. Mirando por entre las barras metálicas flexibles de la ventana. Uno a uno, los destellos de las bombas fueron cayendo. En pocos minutos todo quedó ardiendo, y el mundo conocido pasó a ser historia. Una historia que probablemente ninguno de nosotros pueda ni tenga a quién contar.

 

La guerra es una estupidez. Una estupidez creada con las cosas más inteligentes que hicimos: nuestra tecnología. Crear cosas inteligentes para hacer lo más estúpido de la existencia: suicidarse en grupo. No tiene lógica ninguna. Despegué los dedos de la ventana mientras intentaba volver a enfocar el interior de la oficina. Estaba absolutamente cegado. Los ojos, enarenados. Las manos, quemadas en carne viva. Mi cuerpo, contaminado a nivel molecular. Se sentía como tener cien enfermedades al mismo tiempo. Estaba tan débil que ni siquiera podía vomitar.

 

¿Por qué carajos no estoy muerto? Esa fue la pregunta. Y la respuesta me llegó como una broma de mal gusto: tal vez siempre esperé este momento. Tal vez fue mi fe. Tal vez fue culpa de esas mierdas de visualización que hacíamos cuando el mundo todavía estaba bien. Me acuerdo que decían: “Tené fe, visualizá, pedilo con fuerza”. Una vez hice una lista de cosas que deseaba: una camioneta Jeep Cherokee, pedí una usada porque no creía que llegara una cero kilómetro. Pedí un aumento de sueldo. Eso sí llegó. A los pocos días, me lo dieron. Así que, de alguna manera, funcionaba.

 

Capaz el fin del mundo es mi culpa. Capaz deseé tantas veces que todo se fuera a la mierda, que el universo me dijo “dale, campeón, ahí tenés”. Capaz tengo el superpoder de desear fuerte. Y mierda que deseo fuerte. No, no creo. Estoy pensando pelotudeces. Y ahora, ¿qué carajos importa la Jeep, los deseos, mi vieja, el puto sueldo?